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«El ayuno»

Vladimir Serguievich Soloviov

Vladimir Serguievich Soloviov, gran pensador ruso, compuso entre los años 1882 y 1884 una obra ascética titulada Los fundamentos espirituales de la vida. Reproducimos aquí unas páginas de este bello libro referentes al ayuno, que seguramente servirán de reflexión en nuestro camino hacia la Cuaresma.

osotros sabemos que no es solamente el alma humana, sino también el cuerpo del universo quien ha caído bajo el poder del pecado y de la muerte. No en vano se ha dicho que “el mundo entero yace en el mal”. Ahora bien, el mal consiste en que el alma resiste a Dios y el cuerpo al alma. Nuestra alma rehúsa reconocer el dominio de Dios; por eso no puede ejercer su dominio ni sobre el cuerpo que le está unido, ni sobre el cuerpo del universo, es decir, el mundo material. Condice con Dios el dominar libremente a nuestra alma, atrayéndola mediante la virtud de su perfección y comunicándole la virtud de su omnipotencia sobre el mundo exterior.

Dios, en quien todo es unidad y armonía, es para nuestra voluntad el bien supremo; para nuestra inteligencia, la verdad absoluta; y, para nuestros sentimientos, la belleza perfecta. Admitiendo, como término de nuestras aspiraciones, pensamientos y sentimientos, esta plenitud de la perfección, llegamos al “infinito verdadero”. Ahora bien, nosotros queremos otro “infinito” (41). Teniendo el derecho de poseer todo adhiriéndonos a la Fuente primera de todo, queremos, en lugar de esto, ser nosotros mismos esa fuente de todo y, separándonos de todo, dominar todo de modo exterior. Queremos establecernos como principio y, en realidad, nos hacemos un principio de pecado, de mal y de muerte. En lugar de aspirar al solo Bien supremo, que contiene todo en Sí, y en quien todos son unidos moralmente y solidarizados entre sí, deseamos diversas especies de bien, y esto para nosotros solos; nos separamos de todos, buscando, en todo, lo que nos es propio personalmente sin poder detenernos en nada. En lugar de contemplar la Verdad total, en la cual todos los objetos y todas las ideas son unidas por un vínculo racional, nuestra razón considera objetos aislados, hace su análisis, los descompone, no para captar mejor su unidad por aquello que los distingue, no para agruparlos más íntimamente en nuestro conocimiento, sino para no enfocar el conjunto, para dividir y desmigajar cada vez más lo real, transformando el universo en una acumulación muerta de partículas infinitesimales sin ningún vínculo interno. En fin, nuestra alma sensible, en lugar de servir de apoyo y de instrumento a la acción del espíritu, en lugar de encarnar en el dominio de los sentidos el contenido del bien y de la verdad, la imagen de lo bello, se entrega, por el contrario, a las tendencias ciegas y desordenadas de la carne, que no tienen fin en sí mismas y no tienen sino un término exterior: la muerte y la putrefacción.

En lugar de dirigirnos pidiendo a Aquel que existe substancialmente, en lugar de darle cabida en nosotros y de reproducirle en nosotros, convirtiéndonos en una nueva y viva imagen de su plenitud, en lugar de esto, nos concentramos en nosotros mismos, exacerbamos todas las potencias de nuestra alma, volviéndolas contra Aquel que existe, pero no llegando más que a producir la destrucción y la descomposición.

Nuestra voluntad tiende a dominar y no a unificar todo; nuestra inteligencia, en lugar de conocer a Aquél que existe y une todo en Sí, se da a las controversias arbitrarias acerca de una multitud infinita de sujetos; en fin, nuestra alma sensible, en lugar de renovar la materia espiritualizándola, sólo tiende a gozar irracionalmente de ella.

Si nuestra alma hubiese observado sus límites propios, teniendo a la perfección divina como objeto y fin de su existencia, no tuviera necesidad de limitaciones exteriores de toda clase y gozaría de una plenitud de verdadera libertad y de una expansión ilimitada. Pero, desviándose de la Divinidad, el alma corrompe sus cualidades innatas, se llena de un espíritu perverso, adquiere hábitos absurdos y se deja arrastrar por un “falso infinito”, por un amor propio ilimitado, por raciocinios sin fin y por deseos sin medida. Por esto, antes de volver a nuestra alma a su verdadera posición entre Dios y la naturaleza, debemos purificarla del mal que ha contraído. Esa falsa tendencia a no reconocer límites debe ser templada y contenida mediante la acción conjunta de la gracia y de nuestra buena voluntad. Esta acción es una negación de nuestra naturaleza corrompida, es un deber de abstinencia o ayuno, tomando estas palabras en sentido lato. Es nuestro deber primordial y profundo para con nuestra naturaleza. Doquiera aparezca la tendencia insaciable y desmedida de las fuerzas naturales, la abstinencia, la continencia o el ayuno se hacen necesarios.

Existe un ayuno espiritual: consiste en abstenerse de los actos inspirados por el amor propio y la ambición (42), en renunciar al poder y a la gloria humana. Este ayuno es particularmente necesario para los que desempeñan funciones públicas. La ley de este ayuno puede formularse como sigue: no busques el poder; si eres llamado a él, considéralo sólo como ocasión de servir; si te acaece que puedas ponerte en candelero sin provecho para el prójimo, o que puedas hacer muestra de tu superioridad y de tu fuerza, abstente: no alimentes tu amor propio.

Existe un ayuno de la inteligencia: consiste en abstenerse de una actividad exclusiva de la inteligencia, de especulaciones vanas e interminables acerca de las nociones e imágenes, de cuestiones indefinidas examinadas sin razón y sin finalidad. Este ayuno es particularmente necesario a los sabios, que, con demasiada frecuencia, olvidan la máxima del antiguo Heráclito: mucho conocer no hace necesariamente muy instruido. He aquí la ley de este ayuno de la inteligencia: — no busques conocer muchas cosas sin utilidad para el prójimo y la obra de Dios; no persigas la novedad y la originalidad del pensamiento; si se te presenta la ocasión de dar tu parecer sin provecho para el bien común, abstente; no atribuyas una importancia exagerada al saber científico, porque la ciencia tiene siempre dos límites inevitables: las opiniones preconcebidas de los sabios y la insuficiencia del material científico. Somete la actividad de tu inteligencia a las exigencias morales; dicho brevemente: no te entregues a raciocinios ociosos (43).

En fin, la tercera especie de ayuno, el ayuno propiamente dicho, es el del alma sensible: consiste en abstenerse de los goces de los sentidos que no estén dirigidos y templados por la inteligencia y el poder del espíritu. La abstinencia del alimento sanguíneo, de la carne de los animales de sangre caliente, siempre ha sido considerada como forma fundamental y principal del ayuno físico, porque este alimento incontestablemente está en contradicción con la finalidad ideal de nuestra actividad física: el verdadero objeto de ésta, es cultivar el jardín de la tierra, de transformar, pues, lo que está muerto en algo vivo, de comunicar a los seres terrestres una más grande intensidad y una plenitud de vida, es, pues, vivificarlos. Ahora bien, matar los seres vivos y sobre todo aquellos en que la vida alcanza más fuerza y tensión —como es el caso de los animales de sangre caliente— está en contraste patente con lo que acaba de decirse. Ya que no somos capaces de hacer vivir a la naturaleza inanimada, por lo menos en la menor medida posible debemos hacer morir a la naturaleza viviente. Así, pues, la primera prescripción del ayuno físico tiende no sólo a limitar nuestros goces sensibles, sino también a restablecer el orden de nuestras relaciones con la naturaleza exterior.

No podemos corregir esas relaciones de una vez, no podemos desembarazarnos por completo de la necesidad de matar para vivir, pero podemos y debemos atenuarla y limitarla gradualmente. Si este mal no puede ser totalmente aniquilado, es preferible, en todo caso, reducirlo al minimum. De ahí la sabiduría de la Santa Iglesia que no exige la abstinencia absoluta sino que reconoce muchos grados y categorías de ayuno físico.

La ley general a su respecto, es ésta: —no alimentes tu sensualidad; pon un término a esas muertes y suicidios a los cuales conduce inevitablemente la búsqueda de los goces sensibles: purifica y regenera tu propio cuerpo para prepararte a la transfiguración del cuerpo universal.

La oración, la limosna y el ayuno son las tres obras fundamentales de la vida religiosa personal, las tres bases de la religión personal. El que no ruega a Dios, no acude en ayuda de los hombres y no reprime su naturaleza mediante la abstinencia, ese, se mantiene ajeno a toda religión, aunque haya toda su vida meditado temas religiosos, aunque haya hablado o escrito acerca de ellos durante toda su vida. Estas tres actividades fundamentales de la religión están tan estrechamente unidas entre sí que la una sin la otra carece de toda eficacia. Si la oración no nos incita a la beneficencia y no llega a domeñar nuestra naturaleza sensual, tal oración, mala e impotente, no es verdadera: está mezclada con interés, con mentira o con amor propio. Igualmente, la limosna que no presupone la oración y no va acompañada de abstinencia, pone de manifiesto más bien una debilidad de carácter que amor verdadero. La limosna sincera es la suprema justicia; por ello, debe apoyarse sobre la gracia celestial. Finalmente, el ayuno emprendido por amor propio, como ejercicio para adquirir el dominio de sí, o por vanidad, aun en el caso de que dé fuerzas, no las da para el bien; y, por otra parte, el ayuno, aun unido a la oración, si la bondad no ha sido infundida en él, sigue siendo ese sacrificio acerca del cual se ha dicho: “Yo quiero la misericordia y no el sacrificio”. Por el contrario, cuando la oración, la caridad y la abstinencia están unidas es cuando obra la única gracia divina: ésta no se limita a hacernos adherir a Dios (en la oración), ella nos asimila a la Divinidad “todoclemente” (en la caridad) y a la Divinidad exenta de toda necesidad (en la abstinencia).

Estas tres actividades fundamentales de la vida religiosa son, al mismo tiempo, los deberes fundamentales del hombre religioso. No estamos obligados sino a lo que podemos. No está en nuestro poder unirnos totalmente a la Divinidad, ni salvar a la humanidad, ni regenerar a la naturaleza universal. Por esto la religión no nos dice a cada uno de nosotros: —confúndete con la Divinidad, salva a la humanidad y regenera al universo. Lo que está en nuestro poder es orar a Dios, asistir a nuestro prójimo en sus necesidades y reformar por la abstinencia nuestra propia naturaleza. Esto está en nuestro poder; al mismo tiempo es nuestro deber, nuestro deber personal, de cada uno de nosotros.

En el cumplimiento de estos tres deberes de la religión se encarnan las tres virtudes teologales. Ora a Dios con fe, haz el bien a los hombres con amor y sé vencedor de tu naturaleza con la esperanza de la resurrección venidera. Y esto acaba aquello que teníamos que decir acerca de nuestras relaciones con la gracia divina en nosotros. Mas, la gracia se revela también fuera de nosotros, en la vida del mundo y de la humanidad. No puede existir separación real entre vida interior y vida exterior, entre cada individuo y su medio colectivo, por ello es que debemos conocer la esencia de la revelación histórica y los nuevos deberes, ya no personales sino sociales, que esta revelación nos impone.


Notas:

(41) Se refiere al llamado falso o malo infinito, término familiar de la teología rusa que expresa un infinito concebido sin Dios, lo que es también el tormento del infierno.

(42) En castellano la palabra “ayuno” además de ser substantivo que expresa abstención de una cierta cantidad o calidad de alimentos, es también adjetivo y expresa: “privado de algún gusto o deleite” físico o espiritual.

(43) Es interesante comparar con estos consejos el aviso de san Bernardo (Pat. lat., tomo 183, col. 1199-1200, serm. 36 in Cant., n. 3): “Sunt qui scire voluntatum ut sciant; et curiositas est. Sunt qui scire volunt et sciantur ipsi; et vanitas est. Sunt qui scire volunt ut scientiam vendant; et turpis quaestus est. Sunt qui scire volunt ut aedificentur; et prudentia est” (Hay algunos que quieren saber para saber, y es curiosidad; saber para ser conocidos, y es vanidad; saber para vender ciencia, y es una torpeza; saber para edificar, y es prudencia [sabiduría]).

Fonte:

Vladimir Serguievich Soloviov, Los fundamentos espirituales de la vida, Plantín, 1953, págs. 86-92.

Monasterio de la Transfiguración de nuestro Señor Jesucristo

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